Tras varios meses de discusiones intensas —y no pocas diferencias entre legisladores, expertos y grupos ciudadanos— el Congreso finalmente aprobó la Ley General de Aguas 2025. La reforma cambia por completo la forma en que el país entiende y administra el agua. A partir de ahora, el Estado asume el control total del recurso, dejando sin espacio las transferencias privadas y fijando reglas más duras para su manejo. La idea central, repetida por varios legisladores, es que el agua deje de verse como un bien comercial y se trate como un derecho que no se puede negociar.
Un intento por ajustar el equilibrio
La aprobación ocurre en un contexto complicado. En zonas rurales y también en ciudades, el malestar por el acceso al agua se volvió cotidiano: comunidades que dependen de pozos cada vez más debilitados, agricultores que ajustan ciclos de siembra y empresas que operan con restricciones. La nueva ley endurece las sanciones por uso indebido; en algunos casos, las multas podrían rebasar las 50 mil unidades de medida. Incluso se agregan tipos penales específicos para castigar ciertas prácticas que antes no tenían un marco claro.
Al mismo tiempo, el gobierno intenta empujar inversión en infraestructura mediante esquemas público-privados. No se trata de privatizar, dicen funcionarios, sino de sumar recursos para responder a una demanda creciente que el gasto público por sí solo no alcanza a cubrir. El verdadero desafío será sostener este equilibrio: proteger el agua sin frenar proyectos que el país necesita.
Sobreexplotación y acaparamiento: el fondo del problema
Muchas de las tensiones actuales vienen de ahí. Hay acuíferos que llevan años sobreexplotados, y regiones donde el acaparamiento de zonas estratégicas ha generado conflictos largos y difíciles de resolver. La reforma busca cortar ese circuito, colocando un control más rígido que, al menos en papel, pretende evitar abusos y repartir el acceso de forma más justa.
Coordinación, política y dudas pendientes
Aun así, no todos están convencidos. La concentración del poder en manos del Estado abre preguntas sobre cómo se coordinarán las autoridades locales y qué tan eficiente puede ser un modelo tan centralizado. Gobernadores y alcaldes temen que los procesos se vuelvan más lentos, o que la toma de decisiones se aleje demasiado de las realidades regionales. La gestión del agua, reconocen especialistas, depende de estructuras rápidas y cercanas; centralizar todo podría terminar complicando más las cosas.
Un recurso vital bajo una nueva lógica
La Ley General de Aguas 2025 representa un giro grande: colocar el agua bajo tutela directa del Estado, con la intención de garantizar un uso justo y sostenible. Pero ese objetivo dependerá de la capacidad institucional y del presupuesto que se asigne para poner en marcha lo aprobado. De lo contrario, los conflictos podrían reaparecer con otras formas.
Por ahora, la reforma abre una etapa distinta para uno de los recursos más disputados del país. Todo quedará en cómo se implemente en los próximos meses y en si logra responder a las necesidades reales de las comunidades que viven, literalmente, a merced del agua.
